miércoles, 16 de junio de 2010

A contratiempo

Palurdo pajarraco, cada mañana lo mismo, paulatino el sol va ganando terreno a las sombras y solamente tú reclamas el sueño, hasta que la luz del día te derrota, hasta que el reloj idiota enreda tu gorjeo con el ruido de la ciudad indecente. Tomo el periódico y observo la primera plana…
-Siete pesos.
Pago y el vendedor me observa mientras leo…
-¿Qué le vas a decir a tus hijos cuando te pregunten? – Me dice señalando mi tatuaje en el hombro.
-¿Qué les dices tú cuando ellos te preguntan de esto? – Respondo exhibiéndole la imagen principal del periódico, un par de autos destrozados por las balas, una multitud de federales encapuchados, un cuerpo cubierto por una manta mugrienta y una acera sanguinolenta. Se calla, confundido, se va, y en la calle, en su cúmulo de contrastantes formas, espero.
Un anciano toma asiento junto a mí, dentro de este orbe dispar, en la anchura de lo peculiar, donde las contradicciones son calco de lo cotidiano. Un reloj viejo en su muñeca, sucio, salpicado de pintura, su mano manchada por las lunas de la edad empuña el pasamano del camión. ¡A qué te aferras tan obstinado, tú, viejo! Pienso mientras afuera se disipa, fugaz, el mundo, y se disipa la mirada del viejo en el piso carcomido, en el autobús perdido entre el caserío olvidado, de esta ciudad olvidada, de este país que se consume.
Se hunde la luz una vez más, y la ciudad emana torpemente su destello, en este orbe dispar, en la anchura de lo peculiar, donde las contradicciones dan lo mismo… pues es cotidiano.